miércoles, 18 de diciembre de 2013

La oración en Madre Albertina.



"Creo sinceramente en tu amor para conmigo..."

De Madre Albertina se conservan pocos escritos, casi nada. Lo poco conservado en el archivo de la congregación, son un testimonio valioso de su fe, entrega y servicio a la Iglesia. Así lo quiso ella, así lo quiso Dios. Los testimonios de los que conocieron su persona, su carisma, sus inicios, nos inducen a pensar y a meditar en ese testimonio entregado y carente de limitaciones para Dios, aun en sus enfermedades se entregó por los hombres que ofendían a Dios en el lastimar al prójimo en la situación de guerra que vivía Nicaragua.


La Madre nos deja un testamento espiritual cargado de fe en la Divina Providencia, en el amor afectuoso de María y en la espiritualidad de la realeza de Cristo Rey, su Amado, su confidente, su Esposo.

Se conserva un acto de fe, de confianza en Dios, que nos evoca e invita a imitar, agradecido y en esto ella estaba siempre dispuesta a agradecer las dádivas que el Señor tenía para ella en todos los sentidos, desde la oración hasta el mantener en pie la congregación con vocaciones y apoyo en todas las circunstancias.

Acto de confianza en Dios de Madre Albertina:

¡Padre amadísimo! ¡Padre adorado!
Creo sinceramente en vuestro amor para conmigo.
Infinitas son las pruebas que de esto me has dado y me das cada día y en cada instante.

Como podemos ver, su fe estaba siempre dispuesta a ser agradecida. Ya la Eucaristía nos invita diciendo “es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno”. Porque solo las almas agradecidas pueden comprender su vocación de servicio, de entrega, solo ellas pueden desprenderse de todo cuanto les ata al servicio apostólico. Su confianza le fomento la humildad, el anonadamiento, abajarse con Cristo en el hermano necesitado de vestido, alimento, instrucción en la fe y la educación civil.

Votos Perpetuos, 2 de febrero de 1950.
La experiencia de la Madre nos introduce -como dije anteriormente- en la devoción a la Providencia Divina. En su testamento espiritual a las religiosas que congregó bajo la inspiración de una congregación con filosofía de la Acción Católica, les dejaba escrito su deseo “mis religiosas se distinguirán, entre otras cosas, por su ilimitada confianza en la Divina Providencia y todas las generaciones conocerán sus prodigios acaecidos en las diversas etapas de la congregación”. Ella era consciente que de esa entrega a la Providencia manaba toda la bendición vocacional e instrumental humano para llevar a cabo el proyecto que Dios había iniciado en ella, con ella en Él.

Mantuvo su estancia cerca del Sagrario. Cerca del Corazón amoroso de Cristo. Hizo de la capilla su morada y del silencio en todos los sentidos, su antesala de conversatorio con Dios. A través de las jaculatorias se mantuvo en comunicación con Él, sin miedo, sin titubeos mundanos, y cuando esos miedos llegaron seguro contaba con la fuerza de la meditación y la rumia del Evangelio de Juan, donde se gozaba saborear de la dulce Palabra de su amor entregado en la Cruz.

Para la Madre, la persona de “la Madre del Cielo” era primordial en ese proyecto que Cristo Rey ponía en sus manos, puesto que solo ella le podía indicar el camino de apreciación de almas, el ser discípula como María, seguidora del Maestro, Madre de jóvenes que seguían los pasos de Jesús en una nueva esperanza de Dios para la Iglesia, de entrega y búsqueda de sus hijos pobres, entre los pobres de los barrios marginados de Managua, de las comunidades y de otros países cuando la Iglesia vio necesario expandir la misión que a ella le era encomendada. En María, en su corazón, encontró la escuela del silencio, de la escucha, la entrega, el valor para decir “sí”, para esperar la hora de Dios, la hora de la Iglesia, para seguir los pasos que la Iglesia le marcaba en el proceso de aprobación de la congregación.

Madre Albertina, oró y cantó con María el “Magníficat”, sufrió con ella los dolores de la cruz, los padecimientos de los pobres, que eran el cuerpo de Jesús que sufría.


En el silencio decía “¡Jesús mío! Te adoro desde el abismo de mi nada”.