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| 2 de febrero de 1950, pronunciación de votos perpetuos. |
Un aspecto propio de la espiritualidad albertiniana fue su amor y
entrega a la Iglesia que se manifestó en la entrega completa y concreta, fue su
ruta guía, su luz santificadora. Tal fue su entrega, que la llevó a definirse
como “hija de la Iglesia”. Sus primeros pasos dentro de la vida espiritual
transcurren en el hacer y quehacer de la Iglesia. Su mamá asistía y formaba
parte de los entornos eclesiales, su padrino era sacerdote, vivía cerca de la
Catedral de Managua y en su juventud se manifestó su amor por los pobres a través
de las Pía Unión de Santa Teresita y la Asociación de San Vicente de Paúl.
El espíritu misionero de Madre Albertina fue pulido por el espíritu propio
de la Acción Católica. Aprendió las directrices por las que la Iglesia –según comprendía
su espíritu- necesitaba del apoyo de su docilidad.
Fue un alma sencilla y austera pero entregada al servicio. Obediente según
las exigencias de los Obispos y el Papa.
